El hombre… ¿en busca de sentido? Psicoanálisis y judaísmo

Comencemos formulando las preguntas básicas que conforman nuestra existencia y desempeño en este planeta: ¿Qué hay detrás de nuestros actos? ¿Cuál es la principal fuerza que nos motiva? ¿Existirá alguna manera de controlar nuestros impulsos naturales?

 

En este texto me gustaría abordar dichas preguntas desde diferentes puntos de vista, comenzando por la visión de algunas de las prominentes figuras de la psicología moderna. Sin embargo, antes de continuar, debo aclarar que no pretendo abarcar en este artículo un análisis exhaustivo de las teorías de dichos personajes; solo tomaré algunos de sus aspectos, concretamente aquéllos que sean referentes al tema que hoy nos ocupa. Al finalizar esta primera parte, pretenderé relacionar el tema con el judaísmo y con las respuestas de la Torá a estas mismas interrogantes.

 

En primer lugar, veamos la postura de Sigmund Freud (1856-1939), padre del psicoanálisis. Analizando el inconsciente humano, Freud exploró, entre otras cosas, la motivación que hay detrás del comportamiento humano. Él llegó a la conclusión de que en la profundidad de la mente humana, más allá de nuestra conciencia, existen impulsos y deseos que la persona requiere satisfacer para poder sentirse plena. El psicoanálisis, como metodología, pretende precisamente indagar en ese inconsciente –en los sueños y en los motivos ocultos- para encontrar la razón de por qué actuamos como actuamos, permitiendo con ello revertir las conductas negativas.

 

Por otra parte, citemos a Alfred Adler (1870-1937), seguidor de la escuela de Freud. Sin embargo, la conclusión a la que llegó este especialista fue que el ser humano posee, por naturaleza innata, un complejo de inferioridad. Para él, el ego y el deseo de alimentarlo, así como la necesidad de ser aceptado socialmente, constituyen una de las principales motivaciones qué hay detrás de los actos de la persona.

 

Ahora hablemos de Carl Jung (1875-1961). Este psiquiatra propuso la existencia de un inconsciente colectivo, como contraparte de una conciencia universal. Este inconsciente colectivo se manifiesta a través de arquetipos o símbolos, mismos que se expresan de manera diferente en cada cultura. Pero el origen de estos símbolos es común para toda la humanidad, dijo Jung. Podríamos llamarle sencillamente nuestra “herencia psíquica”, es decir, el almacén de nuestra experiencia, no como individuos sino como especie. Es un tipo de conocimiento con el que todos nacemos y compartimos, aunque no seamos plenamente conscientes de ello. La consecuencia de esto, dijo Jung, es una influencia que actúa sobre todas nuestras experiencias y conductas, y especialmente sobre nuestras emociones.

 

Otro pensador que explora estas cuestiones fue el psiquiatra y psicólogo estadounidense Abraham Maslow (1908-1970). Él postuló la existencia de una jerarquía de necesidades humanas, famosamente expresada por medio de una pirámide. Maslow ubicó en el nivel más inferior a nuestras necesidades fisiológicas (agua, alimento, oxígeno, descanso, etc), seguidas de las necesidades de seguridad, las sociales/afectivas, las del ego o autoestima, y finalmente, en el nivel más superior, la necesidad de autorrealización. Si una categoría de necesidades no quedan cubiertas, el individuo está impedido de exprese las necesidades del nivel superior. En otras palabras, es necesario primero satisfacer las necesidades básicas de supervivencia, para consecuentemente ir ascendiendo hasta llegar a la cúspide, que representa la necesidad espiritual y existencial en un sentido más profundo.

 

Como podemos observar, las primeras teorías citadas se enfocaron principalmente en las demandas físicas de la persona, pasando por lo emocional, hasta gradualmente proponer que el ser humano es mucho más que un organismo con necesidades y pulsiones. Poco a poco, se ha comprendido que existe algo que va más allá del cuerpo y sus deseos; algo que supera lo tangible y que sobresale por encima de lo visible: una añoranza espiritual, un empuje hacia lo trascendental.

 

Hablemos ahora de nuestras fuentes judías. ¿Hay similitudes entre ellas y las propuestas de los médicos de la mente humana?

 

De acuerdo con la Torá, el inconsciente tiene un papel fundamental en la conducta del ser humano, aunque es necesario recalcar que para el judaísmo, los pensamientos surgidos desde la profundidad no determinan necesariamente el comportamiento. Aun cuando –por naturaleza— la persona se vea motivada a seguir impulsos para llenar ciertas necesidades, alcanzar placeres o alimentar su ego, paralelamente, el individuo posee libre albedrío y por ende, la capacidad de controlar y canalizar sus fuerzas internas hacia algo positivo.

 

Esta responsabilidad de controlar dichos impulsos quedó plasmada en el tratado de Abot. “La envidia, el deseo y el orgullo, sacan a la persona del mundo”, escribieron nuestros sabios. Esto se refiere a que la búsqueda desmedida de satisfacción, prestigio y placeres –por cualquier medio posible–, nos resta calidad de vida y tranquilidad. Cuando hay antagonismos y envidias, es imposible vivir en paz.

 

En este punto deseo hablar sobre Viktor Frankl (1905-1997), destacado neurólogo y psiquiatra, fundador de la logoterapia. Este erudito judío austriaco desarrolló y profundizó su tesis mientras se encontraba preso en campos de concentración nazi, e incluso en el campo de exterminio de Auschwitz. En esos entornos infernales, Frankl observó las reacciones de sus pares ante situaciones verdaderamente críticas.

 

Puedo decir que Frankl es el que más se acerca a la visión de la Tora, particularmente cuando concluye que es menester para el ser humano encontrar un sentido a su existencia. Una de sus principios más notables es que la persona siempre tiene la posibilidad de elegir y de poder discernir entre una acción correcta de otra inadecuada. La libertad está arraigada en lo más profundo de la personalidad humana, por lo que es inamovible de la misma. E inclusive en situaciones tan extremas y difíciles como las que experimentó Frankl, incluso en las peores condiciones de vida, el libre albedrio sigue ahí. No desaparece. Ante cualquier escenario o circunstancia, seguimos siendo dueños de nuestras decisiones, y seguimos siendo responsables por nuestras acciones.

 

Esto quedó claro durante el tormento del Holocausto. Mientras algunos degradaron totalmente su humanidad, facilitando, permitiendo o apoyando la perpetración de los peores crímenes de la historia; otros eligieron mantener sus convicciones y actuaron de manera ética, aún en contra y a pesar de los riesgos.

 

Todas nuestras vivencias, sean cuales sean y sucedan donde sucedan, son retos para demostrar si podemos convertir nuestras creencias, valores y principios, en acciones. Nuestro papel es responsabilizarnos por lo que hacemos, ya que invariablemente tenemos la libertad para decidir cómo nos comportaremos ante los distintos escenarios que se nos presenten. Para decirlo de manera más coloquial: no siempre podemos controlar nuestras circunstancias, pero siempre podemos controlar cómo reaccionamos ante ellas.

 

Y ésa, precisamente ésa, es nuestra misión en estos días de reflexión. Debemos percatarnos, sobre todo en los Yamim Noraím, de la importancia de hallar un sentido en la vida; concientizarnos acerca del libre albedrío que siempre poseemos, y asumir responsabilidad ante nuestras actitudes. Como dijo Frankl, y como también sostiene la Torá, la búsqueda de ese sentido trascendental debe constituir la principal motivación vital del ser humano.

 

Si quisiéramos sintetizar todas las posturas mencionadas anteriormente, diría que en cierto aspecto, es verdad que uno actúa motivado por sus impulsos, sus deseos, por la búsqueda de aceptación social, o por pulsiones de nuestro inconsciente individual y colectivo. Pero eso es solamente el qué y el cómo de nuestra conducta, no la explicación del por qué.

 

En muchas ocasiones, dichas necesidades o emociones pueden ser el reflejo de un vacío emocional que confundimos con necesidad física; por lo que tratamos entonces de llenarlo superficialmente, cuando realmente es nuestra alma pidiéndonos a gritos que la alimentemos haciendo algo significativo de nuestras vidas.  Sabemos que el cuerpo necesita nutrirse; cuando tenemos hambre, nuestro organismo lo detecta y por ende busca comida. Pero la necesidad espiritual no la detectamos tan fácilmente, está en el inconsciente y no siempre la sabemos descifrar, y la podemos confundir con la escasez de placer físico.

 

Cuando me siento vacío o no me siento feliz, sé que necesito algo, pero ¿qué es ese algo? Si no logro hallar la respuesta correcta, seguiré buscando hasta llenar esa escasez con la adrenalina de una nueva aventura, un coche nuevo, otro viaje, otro reconocimiento social, etc. En muchas ocasiones esta búsqueda deriva en adicciones interminables que nunca lograrán llenar adecuadamente el vacío.

 

Esto se puede comparar a una persona que tiene como invitado a un turista, con el cual no comparte un idioma en común. Al recibirlo, el invitado hace una petición en su idioma, y el anfitrión, tratando de complacerlo, trata de adivinar qué es lo que el turista necesita. “Tal vez viene de un largo viaje, seguramente querrá dormir, o comer…”, piensa el anfitrión. Así que le ofrece comida y una cama, pero el invitado sigue insistiendo, repitiendo la misma petición. Finalmente, el anfitrión recurre a un intérprete, quien logra traducir la inquietud del huésped. “Es que le duele la cabeza y quiere una Aspirina”, le dice el traductor al frustrado anfitrión. Sin haber primero calmado ese dolor, ni la comida ni la cama le daría consuelo al pobre invitado.

 

Así nos pasa a nosotros. Es como si nuestro cuerpo y nuestro espíritu hablaran distintos idiomas, el segundo siente un vacío y el primero lo interpreta a su manera como una necesidad de buscar más y más placer, más honor, más éxito, más diversión. Si tan solo supiéramos que es posible llenar ese hueco nutriendo al alma, nuestra existencia cambiaría radicalmente, ya que a diario tenemos la oportunidad de hacer cosas que nos harían sentir una plenitud genuina a nivel espiritual, como el ayudar al prójimo, hacer una diferencia positiva en la vida de alguien más, dar un buen consejo a quien lo necesite, conectarnos con nuestro Creador mediante una plegaria profunda y sincera, o estudiar las fuentes sagradas de nuestra religión.

 

Sin lugar a dudas, al hacer esto hallaremos esa paz interior que llega al saber que estamos sacando la mejor versión de nosotros mismos y que estamos evolucionando como persona. Cuando corregimos nuestras fallas y nos acercamos más a D’os, a eso le llamamos teshubá, lo que en español significa “volver”.

 

Pero preguntémonos lo siguiente: cuando una persona que jamás estuvo en el camino de la espiritualidad, decide cambiar de rumbo para acercarse a la Torá, ¿realmente está “volviendo”? ¿Por qué decimos que “hizo teshubá”, que “volvió”?

 

La respuesta queda clara en base a lo ya explicado. En la esencia de la persona está su alma, que es una parte de D’os. Esta alma posee, de forma innata, la necesidad por encontrar el sentido de su existencia. Porque sabemos que fuimos creados con un propósito. Por eso le llamamos teshubá, porque regresamos a nuestra esencia primaria, a esa búsqueda de sentido genuino que deriva en nuestra autorrealización íntegra

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En estos diez días de reflexión desde Rosh Hashaná hasta Yom Kipur, debemos detenernos y hacer ese tan necesario análisis. El propósito de estos días es hacer esa reflexión y darnos cuenta de por qué actuamos como actuamos. Nuestra misión es entender el idioma de nuestra alma, eso es, de hecho, lo que nos pide D’os.  Entendamos que no puede ser que el medio sea el objetivo y el objetivo el medio. Es decir, no puedo “trabajar para comer, comer para vivir y vivir para trabajar”. Hay alguien que nos creó por una razón más profunda que eso. Busquemos en las fuentes del mismo Creador, qué es lo que Él espera y quiere de nosotros. Ahí hallaremos las respuestas, ahí encontraremos que lo que se nos pide como judíos es seguir las indicaciones que D’os nos da. Y así es que emularemos a nuestro Creador; como Hashem es piadoso, debemos ser piadosos, por ejemplo.

 

Ésa es la única forma de llenar y elevar nuestro espíritu. El sentido en la vida del ser humano es asimilarse a su origen, que es el mismísimo Creador del mundo. Ojalá logremos este año encontrarle ese sentido a nuestra existencia, para así poder vivirla con plenitud y felicidad.

 

¡Shaná tová umetuká!

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